Cobrizas alfombras recubiertas de espinas de oro se ven hasta allá donde empieza el cielo. Un mar esponjoso de algodón se baña en él mientras el sol, con entusiasmo, intenta atravesarlas dejando su silueta impresa en las colinas. Colinas donde se encuentran tristes, cabizbajos, el sol les ha abandonado y ellos, marchitos, antes verdes y vigorosos, esperan con sus rostros negros su último amanecer mientras sus cuerpos amarillentos empiezan a crujir incapaces de soportar el peso de sus penas.
Aun recuerdan otros días, amaneceres dorados que les hacían despertar mientras contemplaban el paso del sol a lo largo del claro cielo de verano para poder contemplar un atardecer distinto cada vez. Unas veces de un color cobrizo que hacia confundir el cielo con la tierra , otros salpicados de rojas heridas en el cielo que las nubes trataban de curar. Había veces que podías ver como los rayos salían del sol perdiéndose en el infinito. Incluso en aquellas ocasiones que no podían ver al sol cuando se escondía tras sus lágrimas su furia nocturna los iluminaba con viveza.
Ahora todos esos recuerdos se van a perder, se perderán en el tiempo sin que nadie siquiera los halla conocido, sin que nadie halla vivido esas experiencias. Tanto perdido.
Foto: Salamanca-Segovia 2007